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domingo, 1 de abril de 2007

GRAZNIDO




Devolví los pasos transitados alguna vez por silentes aguas donde la huella del tiempo dejó de doler. Releí una y mil veces la historia escrita un día. Un día de esos en que el alma reclama su expresión en la pluma. Escuché en el aire las notas aisladas y repetidas de una canción agresiva. Venía acompañada en el verbo un placer infinito lleno de angustia, deliciosos movimientos circulares que poblaban el espacio. No era aquello precisamente un himno ni una tonada. Simplemente, un canto de muerte o la invitación a compartir el alimento descubierto. Inminente peligro le acechaba. Se rebelaba entonces, camino al sacrificio. Estaba obsesionada por lanzarla para alumbrar la hoguera que amenazaba apagarse. En las manos, el manuscrito temblaba. Vocalización de alerta para sus congéneres. Venía un depredador. Volvía a leer. La noche se fue con un solo pensamiento. El fuego escapó. La leña arde ahora en grises que hipnotizan. Releo para distraer el encanto. Otro capítulo. Ahora aparece elevando el vuelo. Extraña ave de historias no acabadas. Intenta controlar el territorio invadido. Puedo adivinar, sin mirar siquiera, luces en una gran ciudad, perdida entre aparatos siderales que se ahogan y navegan, espacio desconocido, eterno e indescriptible. Nadie baja hasta la cima y una sombra informe con ojales de brillo que no apagan, camina hacia la tierra apenas húmeda. Recordé con nostalgia su desaparecida descendencia. Otra obsesión. Alguna vez lo escuché. Era un crepitar de olas desnudas sobre un mar sereno y plateado. Lo escuché en la complejidad segmentada del vastísimo universo, donde el angustiado lenguaje del predador engaña al enemigo. El canto mancillado hacía vibrar las delicadas cuerdas del espanto. Los fantasmas del tiempo reclamaban fuego. Latía graznido y latía tormento y latía el llamado a la danza acostumbrada. Cambió la dirección del sol y cambió la danza. Aparecía ahora con maniobras circulares. Samadhí no estaba ahí para intentarlo de nuevo. Ahora, en vuelo vertical zigzagueante, se debatía entre la luz solar y la muerte. Se hizo noche imposible perdido en la oscuridad de sus ojos. No percibí el paso del tiempo ni la soledad del espacio. El nuevo rostro irradiaba miedo. Desde las alturas, un viento repentino se apoderó de las hojas muertas. Transcribía sigilosamente. Ahora, comenzaría a leer de nuevo otro sueño. Un sueño de biófagos. Cuando tiré los papeles con la yesca, fuego y dolor regresaron, jugaron a uno solo y se avivó la danza vertical hacia el ocaso.