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viernes, 18 de mayo de 2007

EL SACRIFICIO DE SAURIO


Al final, tenemos que reconocer que siempre hablamos de nosotros mismos si no sabemos callar.” ANATOLE FRANCE


Recuerdo aquel día. Mis hermanos y yo nos encontrábamos confinados en la antigua habitación de la abuela. Allí solo había cabida para un televisor, un sofá y cinco niños aficionados a Denver, el último dinosaurio. Por la ventana de la habitación,  trepaban los mugidos de Antonieta, tu madre, mientras mi padre la ayudaba con su amorosa tarea.  Al día siguiente, nos confirmaron tu nacimiento y fuimos llevados al campo para conocerte. Te llamamos Saurio porque mi hermano menor -que en ese entonces contaba con tres años -,  dijo -Tengo  un dinosaurio. Nos sentamos y a reir. Desde entonces, te llamaste Saurio. Tu pelo crecía como una segunda luna nueva sobre tu lomo; compartíamos juegos y emociones.

Aún  recuerdo sobre todo, cuando respondías al llamado del amor, corrías hasta donde se encontraban las vacas, para encontrarte con Blanca, la tímida moza por quien cada año saltabas la alambrada mientras el eco repetía tus bramidos de toro en celo. Hoy, horrorizada observo en ti, la oscuridad de los condenados. Vas desde el callejón hacia la puerta de toriles y luego al ruedo, sin comprender la razón de tanta algarabía. Té sientes entregado a la suerte de los otros. Escucho las voces de tu alma deducir el final de otros que como tú, cada año fueron traídos hasta allí: -ellos no regresaron. 

Tus ojos no expresan violencia sino una profunda angustia por Blanca. Los recuerdos del pasado vienen en tu mente junto a aquel poema de amor que alguna vez le dedicaste: “Ayer me llamaste espuma. Bañé tu rostro sediento, henchido de sol. Sobre tus muslos serenos desperté remolinos de ensueños y en tu callada boca, los dulces gritos a la tarde que apenas comenzaba. Me llamaste espuma y fui caracol. Arrastré  tus penas hacia la orilla, acumuladas en los avatares de la vida”. Cada año, acudías a la cita pensando en ella.

Ahora, sigues allí,  con la mirada  vacía, perdida en el espectáculo, como queriendo justificar un destino que no te pertenece y sobre el cual nadie planificó la gloria.  Continúan los dolores,  cabalgando los espacios que poblaron tu vida: “En cada uno de los viajes me proponía tenerla. Penetrar sus oscuros laberintos  y sufrir los espantos del regreso. Conocerla significó romper la quietud de mis aguas dormidas. La última vez, el último día, se hizo realidad la irracional promesa. No pude hacer eterno aquel encuentro pero la retuve aprisionada a mi vida como si fuera piel. No pude asirme al recuerdo entonces, la memoria se encarga de los ratos perdidos. En cada regreso propicié un nuevo amanecer y el último,  sólo se plegó a mi piel”.  Como una sombra, atraviesas la estancia, irrumpe el silencio.

Todo fuera de ti parece un coliseo. Tu mirada se alejó del recuerdo y los dolores para detenerse  en el sol que te aguarda con sus fulgores de tarde, sembrada de gualda, oro, rosa, blanco, negro y  espada: “Todos están de fiesta y yo, despavorido escucho los gritos ininterrumpidos de una multitud que desea mi condena. Cristo  debió tener este sentimiento mío, con la única diferencia que   su sacrificio lo llevó a la  posteridad, lleno de gloria mística. En este juego que no entiendo, presiento  he de morir. El artista pincha mi piel a ratos y sangran las heridas. Mientras el orgullo de mi  agresor lo levanta, yo enervo mi rabia…

Entonces, el recuerdo aflora nuevamente en mi cerebro y se aplacan las angustias”. Los gritos se consumen en la última cena de tu inocente desespero. Si ganas o te rindes, te llevarán con perdones para ofrecerte  una muerte segura, pero otra muerte. Si mueres en la tarde, te abrazarán mis luces y entonces,  te ofreceré mis ilusiones. Tu fiesta será mi luz. Tu Juez y verdugo se llenará de monedas y su nombre desalojará los espacios para ahuyentar soledades.  No hay salida: debes morir en esta narración inconclusa. Alguien te condena al eterno sacrificio de un Prometeo con cara de saurio porque  Olimpo se quedó sin fuego.

De nuevo,  la evocación mientras los hombres te buscan. Parecen bestias irritadas.  Ellos te asustan y su imagen te abruma. Prosigue la trágica danza y  con ella, la seguridad de la muerte, pero una muerte digna.  Frente a ti, la espada baila con la bailarina mientras su manto púrpura te arrastra en arenas. Violento, te diriges hacia ellos sin bajar la mirada. Intentas defender tu vida mientras sus hierros te pinchan por última vez. Tu lomo,  manantial que se confunde con el ropaje  de la bailarina. Todos piensan en las alegrías recobradas y yo,  que no sabes pienso en ti, he de soportar la ignorancia de los otros sobre el pensamiento mío.

No aprendieron a leer  las reflexiones de Saurio porque se supone, los toros no piensan. Les está vedado cavilar sobre la vida, su vida de toro condenado a muerte. Tus ojos son ahora remolinos, mareas atardecidas de espantos. Vas al frente y caminas con la negrura de tu piel bañada en granate y luz encendida, hacia el ocaso; donde se ocultó la imagen de la amada. Todos gritan albricias al torero mientras Saurio, herido de muerte, transita lentamente hacia las soledades.

 

BetinaBetinae, 2005