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sábado, 31 de mayo de 2008

ANA ENRIQUETA TERAN, suplicante

La súplica, la oración, el ruego, el clamor atraviesan la voluminosa obra poética de Ana Enriqueta Terán, obra que Patricia Guzmán no puede definir sino al abrigo de algunos de los versos de su libro Casa de hablas: "abastecida de mitos, / lograda en luces y distorsiones del día, / señalada
por los más nuevos como lenguaje tutelar…". Lenguaje-cuenco-vasija del que emergen rimas, metros, ecos rítmicos con los que despierta a sus antepasados o calma a sus perros o se entrega al "Místico Tráfico: acercar el ave a la sombra del corazón". Y en ese camino no olvida bendecir, junto al ave majestuosa, a su suelo, al cielo y a la raza que reivindica
Nunca ha tenido tablas de salvación, ni puentes para llegar, para partir, "el estallido sí el estallido sin lucidez adentro". A qué la lucidez, a qué la luz, a qué la claridad, si la morada debe estar oscura para acceder, para caer, postrarse, hincarse y besar con las rodillas el óvalo celeste en el que se gesta el pájaro, la rosa, el girasol y el verbo. El verbo que empuña para santiguarse y cuenta a cuenta -¿de un rosario, de los pétalos de un rosal, de un collar?- dictar su legado "Con humildad, creyendo, hablando de la rosa y su levitado sarcasmo (…) despojada de méritos frente a impávidos dioses".
Mas no frente a nosotros, impávidos seres que atisbamos el cielo o el infierno, el paso de los días, a través de la cuenca de sus ojos, donde se posa el águila "como anuncio de enrarecidas visiones". La visión del confín, del último y esquivo límite, de la línea que aletea para que un día amanezca y halla donde guarecerse de lo íngrimo, de lo agreste, y el ser dé con la palabra, y la palabra dé con ella, con Ana Enriqueta Terán.
Ella que ha abierto todas sus casas para recibirnos, ataviada con los tantos libros que ha escrito, obsequiosa, atenta, alerta, avisada de que "A veces la palabra incorpora persigue / otras la luz persigue incorpora un pelícano ardiente. Palabra: aceite, noche manando tropa de bisontes: / pozo negro rebasando los muslos".
Y es que haber sido elegida para oficiar la palabra no supone haber sido salvada, supone tener el corazón sembrado de temor y de temblor. Supone interrogar e interrogarse: "Pero quién asesinó a los ángeles. La culpa mía es otra. / Voy detrás del cortejo recogiendo guardando lo que cae".
Lo que cae entre sus manos sobrevivirá, será bordado con hilo de oro, será enhebrado entre las hojas del árbol más alto del patio de su infancia, será tallado en la corteza de su árbol genealógico -a la sombra del cual ha honrado a sus ancestros trujillanos, ha amado la tierra y ha sembrado junto a su hija Rosa Francisca semillas de girasoles, unos oscuros, otros incandescentes-. Porque ella lo ha confesado y no pocos lo han divulgado: "El pasado para mí es como un gran mural absolutamente vivo, dentro de un orden implacable, dentro de una lucidez aterradora. Mi pasado se forma con nombres propios de personas, animales, haciendas. Nombres entrañables de madres, primas hermanas, tías solteras… hermanas menores, sobrinas, mis sobrinas de hoy. Estas son las mujeres. Después vienen nombres de varones míticos…".
Nombres que resguarda bajo el techo de cada uno de los cielos en los que ha levantado una casa, tras la poesía y más, tras su aullido, su voz original. Por ello en su itinerario resuenan los nombres de tantos lugares, comenzando por su Valera natal, pasando por Barquisimeto, Puerto Cabello y Caracas -"refugios" que se vio obligada a tomar la familia como víctima de persecuciones políticas- hasta, luego de una ruta diplomática que la llevó del sur del continente, a París, La Entrada, Morrocoy, San Antonio de los Altos, La Asunción, Jajó, absolutos paisajes que sólo existen cuando ella se los lleva a la boca.
"Es extraordinario cómo el entorno hace tanto en mí, cómo me nutre sin yo proponérmelo. Decanto el paisaje y se convierte en intimidad".
A la más radical intimidad se consagra Ana Enriqueta Terán. Optó por el confinamiento. Arrastrada por esa pena aflictiva con la que vienen marcados aquellos a quienes les fue dado ver, o que osaron ver hasta donde el ojo humano es capaz de alcanzar; es decir, hasta el confín, hasta ese invisible-adelante también llamado horizonte, el horizonte sensible, ha sido condenada a sufrir el confinamiento.
iteralmente diríase que está obligada a residir en cierto lugar, en libertad pero bajo vigilancia. Bajo la vigilancia de algo, alguien a quien aun ella no alcanza a oír. O si lo oye, no recuerda qué dice, qué canta.
Pero nadie como ella misma para vigilarse, para escarbar entre los escombros del tiempo glorioso y del tiempo ungido de fatalidad. Ana Enriqueta entonces se perfila como una esfinge suplicante, una que bajó la cabeza, se descalzó de toda mundanalidad y buscó la soledad "a conciencia porque quise saber si era poeta o no y entonces busqué una circunstancia donde pudiera ver qué había de cierto en todo aquello que estaba escribiendo".
Ya corre el año 1961, París y el versolibrismo le han dado que beber -"el verso libre me solicita y voy a él con respeto y autenticidad"-, sin que llegue a dudar del gran Góngora, sin renunciar al rigor liberador que le deparan las formas clásicas. Reside en Morrocoy, donde "la palabra comienza a ser hueso y semilla pulida de trópico. Antes se nutría de entornos grandiosos, ahora, viviendo en Morrocoy, toma de gentes, paisajes, objetos, una delicada, reverencial, casi mística humildad".
Como los místicos, perderá peso y firmeza su cuerpo porque a más leve el andar, mayor capacidad para "sobrellevar cargas insostenibles de verbo ante la pureza de los objetos". También mayor será su entrega al grado cero del existir, el apetito de pan y pescado salado entre sus manos, el apetito por tejer y bordar, el apetito por dar carne de su carne, el goce ante la maternidad. He allí su reino, frente al mar abierto que la inicia en "el sortilegio de los oficios"; y así entre aguas, transpiraciones, humores, "el amor se convierte en prodigiosa materia de cantos" y nace el Libro de los oficios y engendra el Libro en cifra nueva para alabanza y confesión de islas.
Estos títulos llegaron precedidos de Al norte de la sangre -sangre de sus padres, de los suyos, con la que riega y cultiva la rosa oscura de su memoria- y Verdor secreto, con el que se alza para cruzar los espejos del universo y conmocionar a otros poetas y robar la atención de la desde entonces reconocida poeta uruguaya Juana de Ibarbourou, quien al prologar dicho libro advirtió la voz de Santa Teresa entre los versos de Ana Enriqueta Terán: "un eco (...) una raíz de la ardiente mujer de Avila, están en su acento y sus raíces que se ahondan para nutrir con jugos temerarios, la flor de granado de su poesía".
Y pasa a nombrarla como "una vestal poseída por el culto del dios", como una "sibila misteriosa". Y sucedió lo inevitable, y es que se encandiló Ibarbourou con ese halo de fuego que prefiguró el sino de Ana Enriqueta Terán: "En esa joven mujer que sufre su poesía y la realiza entre llamas, ya parece advertirse una luz curvándose en torno de la frente. Tiene el ímpetu y el olvido de todo, que cercan a los que traen una misión".
Cercada por lo absoluto, confinada a tomar nota de las pasiones del alma, exiliada del ruido y de las imposturas, inocente pero encarcelada en las redes de la belleza que le fuera concedida, Ana Enriqueta Terán ampara con su escritura a la poesía toda, a la poesía que exhala la gracia y la desgracia del estar aquí, en perpetuo tránsito. Ella no tiene edad. Nació marcada. Y llegado el día, hemos de ser capaces de decir, diáfanamente, cada uno de los versos que componen esa Autobiografía en tercetos -que se niega a publicar en vida- y que viene escribiendo aferrada a cada uno de sus sentidos, desde las estancias que la han habitado, desde el centro de la morada que sólo ella -que ignora su propia luz- ilumina para que lo innombrable sea escuchado.
Lo innombrable fue tarea pendiente siempre, aun cuando tan sólo por el intervalo de tiempo que viviese en la isla de Margarita. "En Margarita la palabra es piedra y sequía. El entorno insular me afecta de manera profunda, acaso en beneficio del poema.
El texto surge en carne viva, impúdico de tanta verdad (…): Secar rabias, fingimiento en torno a familias / desposadas con la locura. // Nadie con piso donde afirmar decencia / ni frente ratificada en lo oscuro".
Algunas heridas sanarán por virtud de lo alto, allá en Jajó. "La montaña me devuelve suficiente menudo para la evocación y cómo fueron mis ancestros, cómo las haciendas perdidas, cómo los cultivos de caña y café…". Diríase que la epifanía de la infancia se hizo posible una vez más para Ana Enriqueta Terán y que los dones para la poesía le fueron renovados: escribirá sonetos, pasará de Casa de hablas al Libro de Jajó y a la Casa de pasos. Y se volcará sobre los primeros tercetos de un periplo inédito, aunque tenga su nombre y su imagen de virgen y mártir coronada de palabras, que brillan en sus labios sin que ella se percate en demasía.
"Ni antes ni ahora he sabido de artes poéticas. No conozco nada de lo que se ha dicho sobre esto. En mí hablan intuición y 'conocimiento' ante el hecho-poema. Idea y lenguaje forman una misma esencia para ocasionar lo inmediato del verso. Una misma transparencia mezcla tiniebla y luz en latidos de lenguaje".
Latidos del lenguaje, latidos de sangre que (nos) dan aviso desde los confines del alma de Ana Enriqueta Terán, la suplicante del verbo, hecho carne en ella.
"No me quejo no os pido el arpa ni los números // ni contribución ni dádiva infinita. // Eso sí velad por lo poco y por lo mucho // no olvidéis que yo tengo inmensos cementerios/ de cal viva y sedienta".