Detenida en una estación del metro Guaicaipuro, busco afanosamente regresar a la rosaleda. Emocionada, te imagino esperándome porque conoces esa hablilidad que vive en mi, para perderme entre la multitud. Te busco entre la gente que avanza hacia su destino. De pie, a un lado de la escalera que habrá de llevarme hasta el andén, regreso la mirada para verte llegar respirando optimismo, cargada de regalos para los niños.
Mientras espero tu llegada, observo el mundo. La multitud vacila entre una estación y otra. En sus rostros, solo angustia. Todos avanzan inquietos por los andares hasta amotinarse en las puertas del vagón. Se escucha una sugestiva voz que los invita a subir para llegar a su destino.
En la salida de la estación, donde se aparcan los buses los pasajeros discuten. Todos llevan pisa. Todos desean estar en casa. Algunos vacilan. Sus miradas miran al manto oscuro que lentamente se extiende sobre el cielo. Todos hacen frente a los grises nubarrones que anuncian la llegada del invierno. ¡Se acabó el buen tiempo! –grita el anciano mientras recoge las frutas. El pregonero cierra su kiosco. Escucho su voz lenta y pegajosa “Mañana no habrá periódicos. Se han mojado”.
Voy detrás del paso de los angustiados. La madre que toma por un brazo al pequeño de dos añitos y lo arrastra hasta el bus. Las parejas distraídas se besan. Hombres y mujeres cargados de hambre y abandonados a la suerte de los otros, deambulan por la acera mientras la indiferencia duerme plácidamente en cada rincón de un país que se dice ser rico.
Me interno entre la multitud para llegar a la parada. Alcanzo el bus. Ya nada atrapa mi atención. El vehículo avanza hacia un destino incierto, como si llevara prisa. Extraviada en mis pensamientos, sin rumbo fijo, sin esperar nada, desembarco en un lugar cualquiera. Pero, ya no llevo prisa. He despertado de un largo sueño. Detengo el paso y recuerdo que allí nadie me espera. Has marchado con los otros.
