sábado, 15 de septiembre de 2007

RAZÓN HERMENÉUTICA Y RAZÓN DIALÉCTICA

Gianni Vattimo
Traducción de Juan Carlos Gentile, en VATTIMO, G., Las aventuras de la diferencia. Pensar después de Nietzsche y Heidegger, Península, Barcelona, febrero de 1998, pp. 15-39.

La extensa discusión crítica que Hans-Georg Gadamer dedica, en Verdad y método, [i] a la «conciencia histórica», que él consideraba un hecho distintivo de la mentalidad filosófica de los últimos siglos, remite en varios puntos, a veces incluso explícitamente, [ii] a la caracterización nietzscheana de la «enfermedad histórica», que constituye el tema de la segunda Consideración inactual. * La ontología hermenéutica de Gadamer, por muchos aspectos, se puede considerar más bien un intento explícito de superar precisamente la condición del espíritu moderno que Nietzsche señala con este nombre, propósito que en la perspectiva de Gadamer se enriquece con toda una serie de conexiones con el discurso heideggeriano sobre la metafísica y sobre su operación .[iii] Por lo tanto, parece legítimo examinar la ontología hermenéutica en relación con esta más o menos explícita pretensión de superar los límites de la conciencia o enfermedad histórica; y más aún porque muchas de las posiciones de pensamiento que, en la cultura contemporánea, retoman en varios aspectos la temática de la ontología hermenéutica (con frecuencia no de Gadamer, sino directamente de las fuentes heideggerianas mismas) se remontan a Nietzsche como su principal precursor. La confrontación con la ontología hermenéutica en el tema de la enfermedad histórica parece así presentar un núcleo de múltiple interés, una suerte de punto de vista privilegiado sobre numerosos problemas de la filosofía contemporánea; ya sea por la amplia difusión que los temas de la hermenéutica han conquistado y conquistan cada vez más en ambientes filosóficos diversos; [iv] o por la nueva actualidad histórico-teórica de la obra de Nietzsche y por los problemas que su interpretación repropone continuamente; o bien, más radicalmente, porque Nietzsche y Heidegger, los teóricos de la hermenéutica, tienen razón al señalar en la «enfermedad histórica» uno de los rasgos sobresalientes de la conciencia moderna, y su superación es una tarea aún por realizar. La referencia que se hace en el título de este ensayo a la «razón dialéctica», entendida en el sentido que tiene en el más reciente pensamiento de Sartre, [v] alude al hecho de que, como trataremos de ilustrar, los desarrollos que el mismo Nietzsche ha dado, después de la juvenil segunda Consideración inactual, al problema de la superación de la enfermedad histórica divergen radicalmente de la propuesta de superación elaborada por la ontología hermenéutica, y son, por el contrario, aproximables a la razón dialéctica de Sartre.
Lo que intentamos hacer aquí es, al menos como un esbozo preliminar: a) recordar brevemente los rasgos esenciales de la enfermedad histórica como Nietzsche los definió; b) delinear los elementos de la crítica de la conciencia histórica que están en la base de la ontología hermenéutica y el sentido de la alternativa que ella propone; c) confrontar esta alternativa con las exigencias que inspiraban la crítica nietzscheana de la enfermedad histórica, también en la forma que ellas asumen en el desarrollo sucesivo de la obra de Nietzsche; d) evidenciar la dirección «dialéctica» en la cual, a diferencia de la ontología hermenéutica, parece moverse -creemos que con resultados más convincentes- la reflexión de Nietzsche.
Nietzsche habla de enfermedad histórica [vi] ante todo para subrayar que el exceso de conciencia historiográfica que él ve como característico del siglo XIX es también, y de forma inseparable, incapacidad de crear una nueva historia. La enfermedad es histórica tanto porque es historiográfica, como porque tiene que ver con la historia como res gestae, y esto es negativo, puesto que es la incapacidad de producir una historia propia derivada del excesivo interés por la ciencia de las cosas pasadas. [vii] De la segunda Inactual son muy conocidas páginas como aquella sobre el discípulo de Heráclito que no es ya capaz de mover ni siquiera un dedo por la conciencia de la vanidad de toda iniciativa que pretenda instituir cualquier cosa en la historia, que es puro transcurrir; o como aquella sobre el olvido que exige cualquier acción histórica, una cierta «injusticia» que es lo contrario de la «objetividad» que pretende la historiografía moderna. [viii] La pureza y la naturaleza de la relación entre vida e historia, que Nietzsche consideraba que habían existido en la época trágica de los griegos, se han deteriorado «debido a la ciencia, debido a la exigencia de que la historia sea ciencia» .[ix]
Generalmente, y con cierta razón, el sentido del discurso nietzscheano en la segunda Inactual se identifica con esta crítica de la «objetividad» historiográfica; o, en otros términos, con la crítica de la pretensión de aplicar al conocimiento historiográfico el ideal metódico de las ciencias de la naturaleza. En este sentido, está claro que la hermenéutica contemporánea (Verdad y método de Gadamer parte precisamente de la discusión de este problema) puede con justo título reivindicar la herencia de la crítica nietzscheana. Pero, como se ha señalado, el problema es ver si el discurso de Nietzsche se detiene aquí, o, mejor aún, si los desarrollos que se dan de este punto de partida por la ontología hermenéutica no se alejan radicalmente del desarrollo que Nietzsche da a su crítica del historicismo.
Entretanto, una segunda implicación de la segunda Inactual es la reivindicación de la «inconsciencia» como ambiente necesario para la creatividad y la vida. La polémica llevada a cabo por varias corrientes del pensamiento contemporáneo, pero especialmente, como se sabe, por el marxismo «ortodoxo» de Lukács, contra el irracionalismo de la filosofía tardoburguesa, se precia de llamar la atención sobre la limitación, y en definitiva sobre la contradictoriedad, de una interpretación puramente vitalista e irracionalista de Nietzsche y también de todas las corrientes filosóficas de principios de este siglo que, más o menos explícitamente, a él se remiten. Por otra parte, precisamente otras obras de Lukács, las premarxistas como El alma y las formas, pero también y sobre todo Historia y conciencia de clase, demuestran la fecundidad de aquellas temáticas que más tarde él rechazará como irracionalistas, y de las cuales su pensamiento se había positivamente nutrido. El problema de la positividad, incluso desde un punto de vista revolucionario, del «irracionalismo» de principios de siglo, expuesto tanto en el pensamiento del primer Lukács, como también en el más coherente y sugestivo de un Ernst Block, está aún por discutir, y se advierte que por lo menos el esquema de un Nietzsche «irracionalista» y pensador de la decadencia de la burguesía debe ser ampliamente revisado. Es una cuestión que no se puede afrontar aquí, si bien algunos reflejos de ella, y de una posible solución alternativa, se encontrarán a continuación del presente ensayo.[x]
Pero hay una tercera implicación del discurso nietzscheano sobre la enfermedad histórica, que generalmente dejamos que se nos escape, o que al menos ponemos en un segundo plano, y que, en cambio, puede hacernos avanzar mucho en la discusión, que aquí nos interesa, sobre los resultados y los límites de la superación hermenéutica del historicismo. La enfermedad histórica es enfermedad, como se ha visto, porque el exceso de conciencia historiográfica destruye la capacidad de crear nueva historia. Nietzsche, como dice el título del ensayo, está interesado en delimitar «la utilidad y el perjuicio de la historiografía para la vida». El término «utilidad» no se usa aquí en sentido irónico, casi como si Nietzsche estuviera simplemente contraponiendo de un modo radical conocimiento y acción; por el contrario, se lo utiliza en sentido propio: «lo que no es histórico y lo que es histórico son igualmente necesarios para la salud de un individuo, de un pueblo y de una civilización»; [xi] ésta es presentada, en el primer capítulo, como la tesis de todo el escrito. En la misma página, Nietzsche describe como «más importante y originaria la capacidad de sentir en un cierto grado no históricamente... Aquello que es no histórico se parece a una atmósfera envolvente, la única en que la vida puede generarse... Sólo por el hecho de que el hombre pensando, volviendo a pensar, comparando, separando, uniendo, limita ese elemento no histórico... -es decir, por la fuerza de usar el pasado para la vida y de transformar la historia pasada en historia presente-, el hombre se convierte en hombre: pero en un exceso de historia el hombre decae nuevamente».[xii]
Aquello que Nietzsche intenta apresar y expresar, con esta descripción de una suerte de «dialéctica» entre atmósfera no histórica envolvente y conciencia historiográfica (pero, a su vez, inspirada en las exigencias de la «vida»), es un concepto de acción histórica que no se identifica simplemente con el actuar ciego, al cual seguiría la conciencia sólo en un segundo tiempo, con una suerte de permanente exclusión de tipo hegeliano entre en sí y para sí, entre hacer y saber. El tipo de creatividad y productividad histórica que Nietzsche trata de describir está más bien caracterizado por un equilibrio entre inconsciencia y conciencia, entre puro responder a las exigencias de la vida y reflexión «objetiva» (que «piensa, vuelve a pensar, compara, separa, une...»: las funciones de la «razón»); luego, estos dos aspectos, como muestra el texto ahora citado, no son dos momentos separados, ya que la actividad de la reflexión comparativa y discerniente * está inspirada y movida por su utilidad para la vida, y, por otra parte, la vida misma (se puede completar así, legítimamente) no es pensada en términos puramente «biologicistas», siempre como manifestación de algunas exigencias base; el hombre que, para vivir, siente la necesidad de reflexionar, comparar y discernir, es ya el hombre que ha nacido en una cierta cultura, no en la «naturaleza» pura y simple. La delimitación de la relación correcta y productiva entre historiografía y vida es también un hecho histórico y cultural: como Nietzsche aclarará cada vez mejor en el desarrollo de su obra, no hay nada llamado «vida», caracterizada por una esencia propia, sobre cuya base se pueda medir, por ejemplo con criterios evolucionistas, la validez y «verdad» de las configuraciones simbólicas, de las culturas.
Si se tiene esto presente, se entiende también el alcance del uso que Nietzsche hace aquí del concepto de «estilo», al cual se refiere también otro concepto clave, el de «horizonte». La delimitación del horizonte no puede describirse sólo en términos de oposición entre ámbito claro y atmósfera oscura circundante; al contrario, la noción de horizonte [xiii] -que también la hermenéutica contemporánea, con referencia a Nietzsche y a la fenomenología, utiliza ampliamente- [xiv] alude a una muy compleja relación entre lo que está más allá del horizonte y lo que está dentro de él; por lo menos, lo que se acentúa en el concepto de horizonte es que lo esencial es el orden articulado en su interior. Por esto, para indicar esta delimitación del horizonte, Nietzsche usa también el concepto de estilo. En un último análisis, es este concepto el que está en la base de toda la segunda Inactual. A la enfermedad histórica, como incapacidad para producir historia por exceso de conciencia historiográfica, no se opone la acción ciega, la exaltación de los poderes «oscuros» de la vida, sino «la unidad de estilo artístico» como unidad de todas las manifestaciones vitales de una sociedad y de un pueblo.[xv] Estilo es lo opuesto al «extraño contraste» que caracteriza al hombre actual: «el extraño contraste entre un interior al cual no corresponde ningún exterior, y de un exterior al que no corresponde ningún interior».[xvi] Aquí, el interior es el saber histórico como pura posesión de «contenidos» respecto de los cuales el hombre es un simple recipiente. Pero, generalizando más, se puede considerar que para Nietzsche lo opuesto a la enfermedad histórica es la unidad estilística como unidad entre interior y exterior. Si se considera esto, también aparece con una luz distinta la contraposición -«vitalista»- entre un saber historiográfico que bloquea la acción y un actuar que, para serlo, debe ser inconsciente.
Sin embargo, la lectura «vitalista» del ensayo nietzscheano no es totalmente ilegítima: es verdad que el mismo Nietzsche, que considera la separación entre interior y exterior, entre historiografía y acción, entre hacer y saber, como el rasgo esencial de la enfermedad histórica del hombre moderno, se queda en cierto sentido prisionero de esta oposición, de la que no es difícil percibir la raíz hegeliana. Los pasajes que hemos recordado y discutido de la segunda Inactual, especialmente los del primer capítulo sobre la «dialéctica» de elemento no histórico (= inconsciente) y articulación racional, pueden ser leídos también como testimonios de una visión de la historia como dialéctica de «vida» y «forma», según la cual toda definición de horizonte es posible como acto de olvido y, a la vez, como acto de articulación racional interna; cualquier configuración histórica olvida en tanto que deja fuera de la propia esfera todo «el resto» de la historia, y olvida también al propio ser, rodeada por la oscuridad. Pero la articulación de lo iluminado, haciéndose valer como exigencia universal, ya no sólo interna al horizonte, tiende a consumar la oscuridad de la que vive, de modo que la creatividad y la capacidad de producir historia se debilitan y mueren. Es cierto que Nietzsche no piensa explícitamente en un perenne repetirse de esta oposición: el antihistoricismo de la segunda Inactual es también rechazo a teorizar un esquema general de la historia; y su lucha contra la decadencia está inspirada en la fe en la posibilidad de restaurar una relación correcta entre historia y vida, y no, en cambio, en la confianza en un necesario alternarse de períodos creativos y períodos epigónicos y decadentes. Pero también fuera de semejante visión cíclica de la historia, sigue siendo cierto que para el Nietzsche de la segunda Inactual aún hoy, en un último análisis, un contraste dialéctico-hegeliano entre conciencia y olvido, entre saber y hacer.
Que la conclusión de la segunda Inactual pueda, y más aún deba ser leída ante todo en este sentido, está testimoniado por la apelación final a los poderes «eternizadores» de la religión y del arte como medicinas contra la enfermedad histórica y en particular contra el predominio de la ciencia. Al menos en la presente situación de la cultura, el ensayo nietzscheano ve el problema sólo en los términos de una alternativa de predominio: «¿La vida debe dominar al conocimiento, a la ciencia, o el conocimiento debe dominar a la vida?... Nadie puede dudarlo: la vida es el poder más alto, dominante, puesto que un conocimiento que destruyera la vida se destruiría simultáneamente a sí mismo»; todo esto, por lo menos «hasta el momento en que [los hombres] sean otra vez suficientemente sanos como para dedicarse de nuevo a la historia y para servirse del pasado bajo el dominio de la vida».[xvii] Pero esta posibilidad de una nueva época, que produzca otra vez la unidad de estilo, permanece indefinida y problemática; Nietzsche habla, por el contrario, de vida y conocimiento en términos de conflicto, y los poderes eternizadores del arte y la religión no señalan aquí una síntesis estilística, sino que son esencialmente poderes «oscurantistas», quizá suprahistóricos, pero a la vez también antihistóricos. En la conclusión del capítulo noveno, el penúltimo del ensayo, la esencia de la acción histórico-creativa es vista en la capacidad de actuar de modo antihistórico;[xviii] antihistórico es el acto con el cual el hombre instituye el horizonte estable dentro del cual la acción es posible.
Se podría continuar con esta ilustración, aportando otros documentos sobre el hecho de que el mismo Nietzsche, en la segunda Inactual, mientras se esfuerza por pensar el ideal de una existencia histórica capaz de ser unidad de interior y exterior, entre hacer y saber, un ser histórico que sea creativo sin por esto ser inconsciente, o viceversa, queda él mismo prisionero de un modelo «hegeliano», para el cual la historia se mueve, en último término, por la divergencia entre hacer y saber, entre en sí y para sí. Que es de este modo, lo demuestra la conclusión sobre los poderes eternizadores -arte y religión- entendidos como única vía de salida de las sequías de la decadencia historicista.
Precisamente arte y religión son dos de los principales puntos polémicos del primer volumen de Humano, demasiado humano, la primera obra que verdaderamente «sigue» a la segunda Inactual, es decir, la que señala el abrirse de una nueva época de la especulación nietzscheana después de las obras juveniles dominadas por las figuras de Schopenhauer y Wagner. Incluso en una lectura superficial, Humano, demasiado humano aparece como difícilmente conciliable con el antihistoricismo de la segunda Inactual. Más que como un verdadero y propio vuelco de perspectiva, la nueva posición de Nietzsche debe verse como un esfuerzo por responder de forma más auténtica a las exigencias que sostenía precisamente el ensayo sobre la historia. Está claro, de todos modos, que tanto la polémica de Humano, demasiado humano contra el arte y la religión, como la recuperación, en él, de una posición en sentido amplio «historicista»,[xix] son indicaciones que llaman a considerar con cautela las conclusiones de la segunda Inactual e imponen una atención específica en los aspectos problemáticos y asimismo contradictorios de sus resultados, de los cuales partirá el desarrollo sucesivo del pensamiento de Nietzsche.
Todo esto tiene especial relieve para la presente discusión porque, en su polémica contra el historicismo y al presentarse como alternativa a la enfermedad histórica, la ontología hermenéutica contemporánea parece quedar, en definitiva, ligada a la concepción de la enfermedad histórica que Nietzsche elabora en la segunda Inactual, sin captar, y menos aún superar, sus contradicciones. Precisamente el desarrollo que el mismo Nietzsche da a esta problemática se convierte, por el contrario, en un importante instrumento para una crítica de los límites de la ontología hermenéutica.
Aquello a lo que llamamos ontología hermenéutica es un movimiento filosófico de límites inciertos, puesto que son amplísimos: el filón maestro de este movimiento parte de Heidegger, sobre todo del Heidegger de las últimas obras, y encuentra un puesto en Verdad y método de Hans-Georg Gadamer, que retoma y elabora la temática heideggeriana, explicitando todo el alcance de la conexión que ella tiene con Dilthey y Husserl, con acentos en muchos momentos hegelianos. La elaboración de Gadamer profundiza y evidencia también la afinidad que existe, más allá de las innegables diferencias, entre los resultados ontológico-hermenéuticos del último Heidegger y los desarrollos posteriores del pensamiento de Wittgenstein y de las escuelas analíticas que a ellos se remiten.[xx] El «mapa» de la ontología hermenéutica comprende también a un amplio sector de la cultura francesa (de Ricoeur a los posestructuralistas como Derrida, Foucault, Deleuze; en ciertos aspectos también a un pensador como Lacan) y a un más restringido y unitario sector de la filosofía italiana (Pareyson); además de extensiones de tipo teológico y literario, que representan las vanguardias de la hermenéutica en la cultura norteamericana actual (Robinson y Cobb, con sus New Frontiers in Theology, y estudiosos como E. D. Hirsch, R. E. Palmer).[xxi] Este «mapa», en toda su problematicidad, está claramente trazado desde un punto de vista hermenéutico, heideggeriano y gadameriano: es muy posible que ni los analistas angloamericanos ni Lacan, por ejemplo, acepten reconocerse en él; pero no obstante él sigue siendo totalmente aceptable, si se tienen presentes algunos elementos determinantes de la perspectiva hermenéutica, que vuelven a encontrarse, en diversa medida, en las posiciones a que nos hemos referido.
A los fines de nuestra discusión, la ontología hermenéutica puede definirse en base a tres elementos, todos reconducibles a la noción básica de círculo hermenéutico. Círculo hermenéutico es aquel que la reflexión sobre el problema de la interpretación ha encontrado siempre en el curso de su historia, desde las primeras teorías sobre el significado alegórico de los poemas homéricos, hasta el tipologismo de la exégesis patrística y medieval, y el principio de la sola Scriptura de Lutero, hasta llegar a Schleiermacher, Dilthey, Heidegger,[xxii] quien por primera vez le ha dado una elaboración filosófica rigurosa reconociéndolo no como un límite, sino como una posibilidad positiva del conocimiento, más aún, como la única posibilidad de una experiencia de la verdad por parte del ser-ahí.[xxiii] En sus términos más esenciales, el círculo hermenéutico muestra una peculiar pertenencia recíproca de «sujeto» y «objeto» de la interpretación, que precisamente por esto no pueden ya ser llamados así, puesto que los dos términos han nacido y se han desarrollado dentro de una perspectiva que implicaba su separación y contraposición y, con ellos, la expresaba. El hecho de que, para Heidegger, la interpretación no sea otra cosa que la articulación de lo comprendido, que ella presuponga, por tanto, siempre una comprensión o precomprensión de la cosa, significa simplemente que, antes de cualquier acto explícito de conocimiento, antes de cualquier reconocimiento de algo como (als) algo, el conociente y lo conocido ya se pertenecen recíprocamente: lo conocido está ya dentro del horizonte del conociente, pero sólo porque el conociente está dentro del mundo que lo conocido co-determina.
Al círculo hermenéutico se pueden remitir en esta esquemática formulación los tres elementos constitutivos de la llamada, con un término de origen gadameriano, ontología hermenéutica: el rechazo de la «objetividad» como ideal del conocimiento histórico (es decir, el rechazo del modelo metódico de las ciencias positivas); la generalización del modelo hermenéutico a todo el conocimiento, histórico o no; la lingüisticidad del ser (Gadamer: «Sein, das verstanden werden kann, ist Sprache»,[xxiv] que se puede leer con dos comas después de «Sein» y después de «kann», o sin ellas, pero el sentido es aquel que implican las comas, o sea, el que afirma la lingüisticidad y comprensibilidad de todo el ser); en efecto, se puede pensar también en un ser que no pueda ser comprendido: el ser que no es lenguaje, pero entonces la proposición se convertiría en una pura tautología. Estos tres elementos son también tres momentos sucesivos en la construcción de la ontología hermenéutica, al menos en la forma sistemática que ella tiene en Verdad y método; el primero indica que, como puede verse ante todo en Sein und Zeit, [xxv] la ontología hermenéutica parte del problema del conocimiento histórico; la reflexión sobre la insuficiencia del modelo científico-positivo respecto del conocimiento histórico y de las ciencias del espíritu conduce a una crítica general del modelo positivista de método científico: la hermenéutica adelanta una reivindicación de universalidad, que se concreta y a la vez se funda en la teorización de la lingüisticidad del ser.
Aquí no podemos, ni siquiera sumariamente, recorrer las etapas a través de las cuales, en Verdad y método, Gadamer construye este esquema. Sólo observamos que el primer momento es claramente una continuación de la herencia de Dilthey, mediada por el Heidegger de Sein und Zeit (el anteriormente recordado parágrafo 32); el segundo momento, que generaliza el carácter hermenéutico a todo tipo de conocimiento, implícitamente también al científico, revirtiendo el culto positivista de la objetividad, es una consecuencia directa de la «radicalización» heideggeriana de Dilthey, en el sentido de que, mientras que Dilthey había permanecido más acá de una explícita teorización de la positividad del círculo hermenéutico, Heidegger lo alcanza, con vastísimas consecuencias de tipo ontológico: por ejemplo, la afirmación central de la Carta sobre el humanismo, según la cual, en el proyecto arrojado que es el ser-ahí, quien arroja es el mismo ser-ahí (HB, 103). Una vez reconocido que el conocimiento histórico no se puede entender y explicar sobre la base del esquema de la oposición sujeto-objeto, que ya era un resultado diltheyano, el discurso no se detiene; por el contrario, aparecen dos problemas: cómo y por qué la historiografía ha llegado a asumir como válido este modelo; y, más ampliamente, si y hasta qué punto el modelo sujeto-objeto, con la relativa canonización de la objetividad, vale, en general, incluso en el ámbito de las llamadas ciencias de la naturaleza. Al reflexionar sobre estos problemas, el pensamiento pone en evidencia que no se da una relación sujeto-objeto como aquella en la que se funda el modelo positivista del conocimiento. Es lo que dice Heidegger en el parágrafo 44 de Sein und Zeit: en la base de toda posible conformidad de la proposición a la cosa, y de cualquier «validez objetiva» del conocimiento de los hechos (que es la concepción metafísica de la verdad, al fin encarnada, con un desarrollo coherente, en el ideal científico-positivo del método), hay una «apertura» más originaria que, ante todo, hace posible cualquier conformidad o diferencia, y a esta apertura pertenecen originariamente el conociente y lo conocido. También el conocimiento científico es interpretación en tanto que es articulación de lo comprendido; esta articulación puede ser asimismo guiada, como sucede en la ciencia moderna, por el criterio general de la conformidad, y por modos específicos de verificarla; [xxvi] pero el afirmarse de estos modos específicos de la articulación-interpretación es un «acontecimiento» que concierne a la más originaria apertura del ser, y al darse-ocultarse que constituye su epocalidad. No está del todo claro, ni en Sein und Zeit, ni en las posteriores obras de Heidegger, ni en Gadamer, si y hasta dónde la «tolerancia» que Sein und Zeit muestra en relación con la ciencia y sus criterios de verificación de la conformidad entre proposición y cosa debe tomarse al pie de la letra; es decir, si Heidegger, y sobre su huella la hermenéutica, reconocen una legitimidad propia a la metodología científica moderna, mientras que permanezca dentro de sus límites específicos; en todo caso, estos límites ya no pueden fijarse en base a la distinción diltheyana de ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, porque aceptarla equivaldría a renunciar a la universalidad de la estructura interpretativa del conocimiento. Pero entonces, como de hecho sucede en el desarrollo del pensamiento heideggeriano, los límites propios de la metodología científica moderna se convierten en los «límites» -ya no sólo en sentido descriptivo, sino valorativo- del pensamiento en la época de la metafísica, es decir, en la época del olvido del ser y de la reducción del ente a objeto. La ciencia moderna no es una de las posibles formas del conocimiento, uno de los posibles modos de configurarse de la articulación interna de una determinada precomprensión, como si estos modos pudieran alinearse uno junto a otro sobre un plano trascendental, en tanto posibles «dimensiones» de la razón, sino que es un aspecto de la época del ser en que estamos, y a esta época pertenece también el historicismo en sus diversas formas: como filosofía general de la historia y como metodología científica de la historiografía.
La generalización del carácter hermenéutico a todo el conocimiento vuelve a proponer en nuevos términos la noción de historicidad del conocimiento: el conocimiento historiográfico y cualquier otra forma de conocimiento no son nunca «contemplación» de objetos, sino acción que modifica el contexto al cual pertenece y dentro del cual se inserta. Mientras que Heidegger, en los desarrollos de su meditación ontológica, tiende a pensar radicalmente esta historicidad en términos de epocalidad del ser (nuestro conocimiento está en la actualidad totalmente penetrado por el olvido metafísico del ser, olvido que es bestimmt por el ser mismo y no puede ser variado con un simple cambio de actitud del hombre), y sus seguidores «hermenéuticos» tienden generalmente a tomar sólo los aspectos más pacíficos y menos peligrosos de este discurso: universalidad de la hermenéutica e historicidad del conocimiento significan para ellos simplemente que la historia crece sobre sí misma como un perpetuo proceso interpretativo; conocer es interpretar, pero interpretar es también producir una nueva historia. Desde esta perspectiva «irenística» se pierde toda la dramaticidad de la noción heideggeriana de metafísica: en efecto, es difícil encontrar, por ejemplo en Verdad y método, alguna traza de semejante visión dramática de la historia de la civilización occidental. La modificación y atenuación que sufre la reflexión heideggeriana sobre la epocalidad del ser y sobre la metafísica en la elaboración hermenéutica no deja de tener consecuencias para el problema que aquí nos interesa, y sobre el que tendremos ocasión de volver.
También la tercera de las tesis características de la ontología hermenéutica se relaciona directamente con la noción general del círculo hermenéutico y, además, representa una coherente conclusión de las dos tesis precedentes. De hecho, la centralidad del lenguaje en la elaboración del problema ontológico está ya presente en el Heidegger de Sein und Zeit, en todo el juego de relaciones que se establecen allí entre ser-en-el-mundo y significatividad, aunque sólo se desarrolla en obras sucesivas. Gadamer se remite a esta elaboración heideggeriana, pero también de alguna manera la reduce a sus elementos esquemáticos y la simplifica, conectándola, como un corolario implícito, a las dos tesis precedentes. La hermenéutica de la experiencia se abre camino, sobre todo, cuando reflexionamos sobre el problema del conocimiento histórico; ,aquí se ve que ya no puede aplicarse el modelo sujeto-objeto. pero, en segundo lugar, al reflexionar sobre cómo y por qué el modelo metódico de las ciencias positivas surge y se impone a las ciencias del espíritu, queda claro que cualquier tipo de conocimiento y de experiencia de la verdad es hermenéutico. Esta generalización implica también la generalización del carácter lingüístico a cualquier experiencia y conocimiento. Ya se ha dicho que Gadamer no desarrolla una teoría explícita del carácter hermenéutico de la ciencia, en el sentido de ciencia de la naturaleza. Pero tampoco puede considerarse que para él aún tenga valor la dicotomía diltheyana. El carácter hermenéutico de cualquier experiencia no depende sólo del hecho de que se descubra una «analogía» (en lenguaje escolástico: una analogía de proporcionalidad) entre la experiencia lingüística y los otros modos de experiencia (nosotros somos «llamados» por las diversas «realidades» de la experiencia del mismo modo que somos llamados por los mensajes transmitidos por el lenguaje), sino, más esencialmente, por el hecho de que toda experiencia del mundo está mediada por el lenguaje, está antes de todo evento lingüístico, es discurso, diálogo de pregunta y respuesta. Hay, por lo tanto, una analogía «de atribución» entre experiencia en general y experiencia lingüística [xxvii] El principio en el que se resume la ontología hermenéutica de Gadamer, «el ser que puede ser comprendido es lenguaje», configura, con estas implicaciones suyas, una visión de la historia como transmisión de mensajes, como diálogo de preguntas y respuestas, en la cual el lenguaje es el modo fundamental de acontecer del ser. Nosotros pertenecemos ya a la cosa que nos es transmitida, somos angesprochen por la llamada que la tradición nos dirige y no porque, antes y más allá de la experiencia lingüística, pertenezcamos ya al «mundo» que en ella se expresa; el ser no es algo más vasto y que anteceda al lenguaje. La pertenencia preliminar al ser es preliminar y originaria pertenencia al lenguaje: el ser es historia, e historia del lenguaje. La primera consecuencia de esta visión del ser y de la historia como transmisión de llamadas, como dialéctica-dialógica de preguntas y respuestas -en la cual el que contesta está siempre constituido por su ser interrogado- es que la interpretación de la historia, y del conocimiento en general, no es un proceso de desciframiento, de remontarse desde el signo hasta el significado entendido como objeto extralingüístico al cual la palabra «remite», sino sobre todo un diálogo en el que la verdadera Sache, la verdadera cuestión en juego es aquella «fusión de horizontes» de la que habla Gadamer, [xxviii] fusión en la cual el «mundo», con sus «objetos», se reconstruye continuamente, de algún modo «aumenta» en el ser con el curso de la interpretación. [xxix] Esto implica dos cosas: a) el modelo de la objetividad de la conciencia histórica es sustituido por el modelo de carácter dialógico, es decir, también por el modelo del carácter de acontecimiento histórico (nuevo) del acto historiográfico (aquello a lo que Gadamer llama Wirkungsgeschichte y wirkungsgeschichtliches Bewusstsein alude, en definitiva, al hecho de que la verdad objetiva del acontecimiento histórico pasado no puede ser otra que la de que el acontecimiento ha sido y es, desde la primera vez que ocurrió hasta hoy, incluido su apelante dirigirse a nosotros y el diálogo que establece con nosotros y nosotros con él); [xxx] b) que la interpretación es un proceso in(de)finido en el cual cada respuesta, en la medida en que toca al ser mismo del apelante como el «otro»: del diálogo, cambia y modifica el carácter de la llamada y, además de cerrar el discurso, hace surgir nuevas preguntas. La definitividad (al menos tendencial) del «desciframiento» (la perfección del remontarse desde el signo hasta el significado, con la consecuente conversión del signo en no esencial) se sustituye por la vida autónoma del lenguaje, que vive en el diálogo; también la solución hegeliana, que había sustituido la relación de desciframiento por el itinerario fenomenológico en el cual la verdad de cada acontecimiento se manifestaba sólo en la totalidad del proceso una vez cumplido, es rechazada en la medida en que aún sigue implicando un modelo «objetivista» de autotransparencia definitiva, es decir, a lo sumo, el mismo modelo de desciframiento, sólo ampliado como para incluir el devenir histórico de las interpretaciones, pero siempre dentro de un horizonte dominado por la esencia «monológica» del racionalismo moderno.[xxxi] Por lo tanto, a la ontología hermenéutica es consubstancial una visión de la historia como historia del lenguaje y como diálogo abierto; es a esto a lo que, basándose en premisas no muy distintas de las de Gadamer, Luigi Pareyson llama explícitamente la infinitud de la interpretación.[xxxii]

¿En qué medida la ontología hermenéutica, concretada en estos rasgos esenciales, supera verdaderamente la «enfermedad histórica» descrita y criticada por Nietzsche? Si se identifica la enfermedad histórica sobre todo con el historiografismo inspirado en modelos metódicos de objetividad «científica» -lo cual implica la exclusión, o al menos el olvido, del carácter auténticamente histórico, es decir, activo, productivo, innovador, de la historiografía misma-, entonces está claro que la ontología hermenéutica representa un modo de llevar hasta el final, e incluso de manera resolutiva, las exigencias expresadas en la segunda Consideración inactual. Sin embargo, Nietzsche criticaba como enfermedad al objetivismo historiográfico en tanto expresión de una escisión entre interior y exterior, entre hacer y saber. La exasperada conciencia historiográfica del siglo XIX (posteriormente desarrollada en nuestro siglo) contrastaba con los intereses de la vida, puesto que implicaba una incapacidad de «digestión» del material cognoscitivo y la consiguiente imposibilidad de actuar en base a estos conocimientos, con unidad de estilo. Este segundo aspecto, más radical, del problema de la enfermedad histórica parece no encontrarse adecuadamente considerado en la ontología hermenéutica. Para Nietzsche, el objetivismo historiográfico era sólo un aspecto de la separación teoría-praxis; había que combatirlo porque se fundaba en el presupuesto de que ser cada vez más conscientes de un mayor número de datos sobre el pasado era un valor en sí mismo, independientemente de cualquier referencia a los problemas del presente y del futuro. Para la hermenéutica, el objetivismo historiográfico es ante todo un error de método, que no se refiere tanto a la separación teoría-praxis, como al ilegítimo predominio usurpado por el método de las ciencias positivas en el campo de las ciencias humanas. Está claro que, a través de la meditación heideggeriana sobre la metafísica y su alcance decisivo en la determinación de la existencia histórica del hombre occidental -en último término, del hombre tecnológico- se puede demostrar que el error metódico de asumir como modelo universal la objetividad científica está ligado, en el fondo, a la separación teoría-praxis que pertenece en forma peculiar a la mentalidad metafísica. Pero, de hecho, la ontología hermenéutica no explicita esta mediación. Por esto la afirmación de la esencia hermenéutica y lingüística de todo acontecimiento histórico se arriesga -y es mucho más que un riesgo hipotético- a valer simplemente como justificación de cualquier actividad teórica en tanto que, en verdad, es siempre praxis.[xxxiii] A lo cual se puede también añadir el hecho, sólo a primera vista sorprendente, de que la ontología hermenéutica no suministre (no sepa ni quiera suministrar) indicaciones metodológicas al concreto trabajo interpretativo. Todo acto de conocimiento es ya, por su misma naturaleza, hermenéutico, y no puede ser «objetivo» en el sentido del método científico. Gadamer no quiere enseñarnos nada que no sepamos ya hacer y, de hecho, no hagamos ya; sólo explicita lo que ya ocurre en cualquier tipo de conocimiento, a partir del historiográfico, llegando a una redefinición de la experiencia en lo que de hecho ella ya es.
Este modo de proceder, descubriendo la «verdadera» y «ya-presente» estructura del conocimiento histórico, luego de cada experiencia y de la misma existencia en tanto existir en el ser que es lenguaje, se parece demasiado a una nueva «teoría» metafísica para corresponder no sólo a las exigencias reconocidas por Nietzsche, sino también al espíritu de la meditación heideggeriana, a la cual se remite más explícitamente.
En Heidegger, tanto el descubrimiento del círculo hermenéutico en Sein und Zeit, como la progresiva puesta en evidencia del peculiar nexo ser-lenguaje, están siempre acompañados por una aguda conciencia de la problematicidad de estas «estructuras»: en Sein und Zeit la interpretación es, ciertamente, articulación interna de una precomprensión que constituye el Dasein, pero ella, como todos los existenciales, está envuelta en la alternativa más general de existencia auténtica e inauténtica (cf. SUZ, § 40 y 44). Sólo teniendo en cuenta esto puede explicarse por qué, también en esta visión del conocimiento como articulación interna de una precomprensión siempre disponible, se necesita sin embargo un acto de descubrimiento «violento» de la verdad como el exigido por el método fenomenológico tal como Heidegger lo delinea en la introducción a su obra. En sus siguientes escritos, la afirmación del nexo ser-lenguaje está siempre ligada al problema de la metafísica como modo de manifestación histórica del ser, en un revelarse-ocultarse que, si bien, o precisamente porque, pertenece ante todo al ser, concierne radicalmente a nuestra historicidad, determina su condición «deyecta» en el mundo metafísico de la Seinsvergessenkeit. Tal vez sea por esto (además del hecho -al cual, no obstante, se remite- de ser imposible afirmar que el ser es esto o aquello; o, en general, de usar el verbo ser como cópula) que Heidegger no llega jamás a decir que el ser es lenguaje, como, por el contrario, hace Gadamer en la fórmula ya recordada.
El nexo ser-lenguaje, la lingüisticidad y, por tanto, también el carácter hermenéutico de la experiencia humana del mundo son para Heidegger altamente problemáticos; es más, se puede decir que ellos son el problema que nos constituye hoy como existentes en la época de la metafísica cumplida. En Gadamer y en la ontología hermenéutica todo esto se convierte en descripción del ser, teoría de la estructura de la condición humana, de la finitud de la existencia.
Bajo esta luz debe ser leída la crítica de Habermas a Gadamer, [xxxiv] según la cual la hermenéutica como disciplina filosófica, o incluso, tout court, como la disciplina filosófica por excelencia, supone en realidad una situación de ruptura con la tradición (de hecho, tanto la hermenéutica antigua como la moderna nace y se desarrolla en momentos en los cuales se siente más viva la exigencia de restaurar una continuidad amenazada, interrumpida, o, de cualquier modo, problemática: la patrística, con el problema de la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; los estudios clásicos relacionados con el clasicismo moderno, desde el humanismo en adelante), y, por otra parte, con la afirmación de que todo en la historia es transmisión de mensajes, dialéctica-dialógica de preguntas y respuestas, salta el problema causado por aquella ruptura, describiendo el ser-lenguaje (la lingüística de la experiencia) como si la tradición fuera en realidad un continuum. «Sein, das verstanden werden kann, ist Sprache»: esta proposición afirma que el ser es lenguaje, y que, por lo tanto, el lenguaje no es, en sí mismo, ante todo un puro instrumento de comunicación, signo a descifrar remontándose exhaustivamente a un objeto extralingüístico, sino un acontecimiento del mismo ser. Pero, ¿por qué de hecho la tradición occidental nos ha transmitido, al menos como fin último, una concepción del lenguaje como signo, medido por su efectiva capacidad de referencia «objetiva», es decir, ofreciéndose a una experiencia que es primeramente desciframiento, con todas las implicaciones que en Heidegger se reúnen bajo el nombre de metafísica y olvido del ser? Este problema no es tematizado por la ontología hermenéutica: es en este sentido más profundo y esencial donde ella no proporciona indicaciones «metódicas»; no a las ciencias del espíritu, sino a la existencia, para que ésta pueda instalarse «de hecho» en la lingüisticidad del ser que es reconocida «de derecho». Heidegger es muy consciente del hecho de que, en la sociedad tardometafísica (podríamos también decir: tardo-capitalista), el lenguaje está lejos de tener vigencia (wesen) en su pura esencia de acontecimiento del ser; no sólo es «malinterpretado» por el hombre como simple signo, está vigente así, con un mundo de objetos que, también él, tiene vigencia como independiente, aceptable y describible sólo con rigurosos criterios de objetividad. El dominio de la objetividad es, completamente, un hecho de dominio -de cualquier modo que Heidegger lo explique y teorice- que no puede, como tal, ser sometido mediante el reconocimiento teórico de un error de método.
Si la enfermedad histórica se caracteriza fundamentalmente por la escisión de teoría y praxis, por lo cual no hay adecuación entre hacer y saber, y la acción histórica está condenada a ser inconsciente o a no ser acción, la ontología hermenéutica no representa su auténtica superación, en la medida en que olvida precisamente el problema de la unidad de teoría y praxis como problema. Si nuestra hipótesis sobre las conclusiones de la segunda Inactual es válida, Nietzsche no se detuvo en ellas, porque en el posterior desarrollo de su obra, a partir de Humano, demasiado humano, se volvió cada vez más claramente consciente de que las salidas allí propuestas (los poderes eternizadores: arte y religión) estaban aún invalidadas por la misma separación entre hacer y saber que constituía la enfermedad como enfermedad.
La ontología hermenéutica, que se salta el problema de la unificación de hacer y saber, dándolo por resuelto en el reconocimiento teórico de la lingüisticidad y del carácter hermenéutico de la existencia, permanece en verdad ligada a la separación de teoría y praxis. Esta separación no tematizada es rechazada y reprimida, pero «regresa», precisamente como la represión de la teoría psicoanalítica, o como el «prejuicio» no reconocido y aceptado de que habla la misma teoría de la interpretación -y se hace valer en los resultados finales y en la Stimmung misma que domina esta posición filosófica-. Para ella, la infinitud del proceso interpretativo es, en un último análisis, sólo la correlación con la finitud del hombre: en Gadamer, la noción de experiencia, que retoma los rasgos fundamentales del concepto de Hegel (experiencia como Erfahrung, «hacer algunas experiencias», es decir, cambiar, chocar contra lo inesperado y lo negativo; y, por lo tanto, también, para Gadamer, ser expertos, o sea, «experimentados», conscientes de la relatividad y fugacidad de lo humano), concuerda esencialmente con una forma de sabiduría goethiano-diltheyana, en la cual una vez más la historia es esencialmente pasar. [xxxv]
Vivida así, la infinitud de la interpretación, el perpetuo reproducirse de la dialéctica-dialógica de pregunta y respuesta como sustancia misma de la historia, tiene algo de vagabundeo y exilio: el primero de estos términos, como se sabe, es ampliamente usado por Heidegger para describir la condición del pensamiento en la época de la metafísica, pero por cierto no define para nada la esencia del hombre. Mirado desde este punto de vista, la insistencia de la hermenéutica en la finitud del hombre y la infinitud de la interpretación (es decir, de la historia) aparece también ella como un momento interno de la época de la metafísica, que no puede presentarse como su superación. Finitud, vagabundeo y exilio, o incluso sólo infinitud del proceso interpretativo, son todos términos en los cuales se hace valer la no tematizada, y por tanto no dominada, separación de teoría y praxis.
Es cierto que una tematización de esta escisión se puede leer en la noción heideggeriana de diferencia ontológica; pero, significativamente, esta noción está del todo ausente en Verdad y método y, en general, en la ontología hermenéutica. Heidegger tematiza la diferencia y por esto problematiza también (aunque se pueda discutir hasta qué punto) la condición de escisión y de exilio del hombre del ser; sus seguidores hermenéuticos olvidan este problema, la diferencia se reconoce en su pensamiento como una represión que vuelve; la temática de autenticidad e inautenticidad, con su desarrollo en el problema de la superación de la metafísica, se vuelve a transformar para ellos en una «metafísica» aceptación de la finitud del ser-ahí como infinitud del proceso interpretativo.
En otras palabras, el problema que la ontología hermenéutica deja sin discutir es el siguiente: ¿la infinitud de la interpretación, que ella piensa de modo sustancialmente inescindible de la finitud de la existencia, no implica también, necesariamente, una separación permanente de existencia y significado, de hacer y saber, por lo cual la infinitud de la interpretación no es otra cosa, en definitiva, que la vieja disociación hegeliana entre sí mismo y para sí mismo que pone en movimiento todo el proceso fenomenológico y la historia del espíritu? La objeción de la hermenéutica -en este punto mucho más cercana al existencialismo kierkegaardiano que a Heidegger- es que la plena identificación de hacer y saber, de existencia y significado, equivaldría al fin mismo de la historia en la perfecta autotransparencia del espíritu absoluto hegeliano. Pero, ¿esta objeción no parte, aún, de la aceptación de los términos de Hegel? ¿No equivale a decir que la acción histórica, o es inconsciente (aunque sólo de modo parcial), o bien no es acción, sino pura contemplación retrospectiva, como suponía Nietzsche en la segunda Inactual? A Gadamer la unidad de hacer y. saber sólo le parece posible bajo la forma monológica del sistema hegeliano. La pretendida superación de la enfermedad (o de la conciencia) histórica se transforma así en una nueva canonización de la historia como puro transcurrir, al menos en el sentido riguroso en que es atravesar todo lo que no es esencial, precisamente como es toda existencia separada de su significado: una vez más, es la sabiduría paralizante del discípulo de Heráclito. Mucho más que a Heidegger y a Nietzsche, esta perspectiva es deudora de Dilthey y del carácter en conjunto «retrospectivo» de su visión de la historia.
Todo esto, que no está muy implícito en los resultados de la ontología hermenéutica, justifica serias dudas sobre la pretensión que ella sostiene de que representa una superación de la conciencia histórica. Esta superación, si se mira -aquí sólo brevemente- al curso del pensamiento de Nietzsche a partir de Humano, demasiado humano, no puede producirse sin una tematización teórica y una acometida práctica de la escisión que domina al hombre occidental, y que constituye la base de todas las recurrentes reivindicaciones filosóficas de la «finitud» de la existencia contra las «pretensiones totalizadoras» del pensamiento dialéctico. En términos que aquí deben ser, por fuerza, extremadamente generales, es necesario decir que la idea nietzscheana del Uebermensch no se entiende y no se explica más que como el esfuerzo de construir -no sólo en teoría- un tipo de hombre capaz de vivir históricamente (por lo tanto, aún en el tiempo, en el devenir, y no en la inmóvil autotransparencia del espíritu absoluto hegeliano) la unidad de existencia y significado, de hacer y saber: sólo se puede superar la enfermedad (y la «conciencia») histórica en la medida en que se funda la posibilidad de una historia que no sea enfermedad, que no se ponga en movimiento como tal por la separación entre en sí y para sí. Este problema, no sólo en su contenido teórico, sino en su carácter de cuestión teórico-práctica, del cual Nietzsche es bien consciente, constituye el centro de toda la obra de Nietzsche posterior al abandono de la juvenil adhesión a Schopenhauer y a Wagner. Las cuestiones dejadas abiertas por la segunda Inactual son así el motivo básico del desarrollo de este pensamiento, que con toda razón puede ser enteramente leído a la luz de la cuestión del historicismo.
Sólo a título indicativo del sentido en que debe leerse este esfuerzo nietzscheano queremos aquí recordar un sugestivo pasaje de Question de méthode, de Sartre, publicado luego como introducción a la Crítica de la razón dialéctica, porque su lectura se presenta como un explícito «desafío», aunque no haya sido principalmente concebido con este objetivo, a la «razón hermenéutica» y su afirmación de la infinitud del proceso interpretativo:
«El marxismo, en el siglo XIX, es un intento gigantesco no sólo de hacer la historia, sino de adueñarse de ella, práctica y teóricamente... La pluralidad de los sentidos de la historia puede descubrirse y alcanzarse por sí, sólo en la perspectiva de una totalización futura... Nuestro fin histórico, en el seno de este mundo polivalente, es acercar el momento en que la historia no tenga más que un solo sentido y en el cual tienda a disolverse en los hombres concretos que la hagan en común.» [xxxvi]
Esta referencia a Sartre no está puesta aquí como conclusión, sino como una simple señal de dirección. Los resultados de la ontología hermenéutica aparecen, según ella, aún más claramente ligados a aquella visión de la historia como puro transcurrir del cual ha quedado en parte prisionero incluso el Nietzsche de la segunda Inactual. Es por esto que, desde el punto de vista de la ontología hermenéutica, cualquier reivindicación de totalidad aparece sólo como el peligro del fin de la historia, el riesgo de la absolutización del monólogo en su forma hegeliana. Ésta (paradójicamente en un sentido exquisitamente hegeliano) puede concebir la historia en acto sólo como enfermedad, es decir, como separación entre ser y significado, entre hacer y saber, entre teoría y praxis. Pero no se puede superar la enfermedad hasta que no se sienten las bases de una historia que no sea enfermedad, escisión de interior y exterior, ausencia de estilo.
La ontología hermenéutica tiene razón cuando teoriza la historia como historia del lenguaje, pura transmisión de mensajes, o, en términos más cercanos a los de Nietzsche, como libertad del mundo de los símbolos. La palabra no es, ante todo, signo de un mundo independiente del lenguaje; antes y más profundamente que historia de «cosas», la historia es historia de palabras, diálogo. Pero el «es» de estos enunciados es difícil de entender en su verdadero alcance: para la ontología hermenéutica, sigue siendo, a pesar de cualquier referencia a Heidegger, el «es» de la metafísica, descripción de esencias simplemente-presentes. Nietzsche, Heidegger, y por último Sartre, cada uno a su modo, han captado, en cambio, la problematicidad de este «es»: liberar al mundo de los símbolos de su sujeción a la «realidad» asentada y vigente desde antes que él, que lo domina y mide a través de criterios como el de la objetividad -y en esta liberación consiste finalmente la afirmación de la lingüisticidad del ser-, es un acto que requiere un cambio mucho más complejo que la pura toma de conciencia del círculo hermenéutico y de sus implicaciones: ya sea el «salto hacia atrás» heideggeriano (del pensamiento metafísico-representativo al pensamiento del ser como rememoración, Andenken), o la construcción nietzscheana del superhombre, o la fundación sartriana de un nuevo modo de vivir la intersubjetividad, en la cual por fin sea sometida la inercia de la contrafinalidad que domina en el mundo de la penuria y la lucha.
A la «sabiduría» hermenéutica como aceptación de la finitud se contrapone el experimento anunciado por Nietzsche, el esfuerzo de construir un nuevo sujeto que sea capaz de vivir la unidad de ser y significado, de hacer y saber -o, en otras palabras, que sea capaz de experimentar históricamente (sin terminar en la inmovilidad) el saber absoluto hegeliano, o bien que sepa vivir en la libertad de lo simbólico.
¿Es posible una acción histórica que lleve consigo desde el principio su significado, que no esté expuesta a la recaída en la inercia de la contrafinalidad? ¿Es posible una interpretación, es decir, un vivir los símbolos, que sea danza y juego como en Zarathustra, y no un permanente resurgir de la trascendencia del significado, vagabundeo, ejercicio de finitud? ¿Es posible una producción de símbolos que no esté fundada sobre la estructura represión-sublimación? ¿Es posible -en este sentido- una superación de la metafísica?
Es éste el resultado, o mejor el nuevo punto de partida, al que conduce una reflexión sobre los límites de la ontología hermenéutica desde el punto de vista del problema de la enfermedad histórica. La totalización a la que remiten las preguntas que hemos expuesto es siempre algo futuro, pero quizá sólo ella sea capaz de conferir a los tiempos de la historia un carácter distinto de aquel puro transcurrir (el transcurrir de lo no esencial, separado de su sentido) que la constituye como enfermedad.
Gianni Vattimo

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