Al
final, tenemos que reconocer que siempre hablamos de nosotros mismos si no
sabemos callar.” ANATOLE FRANCE
Recuerdo
aquel día. Mis hermanos y yo nos encontrábamos confinados en la
antigua habitación de la abuela. Allí solo había cabida para un televisor, un
sofá y cinco niños aficionados a Denver, el
último dinosaurio. Por la ventana de la habitación, trepaban los mugidos de Antonieta, tu madre, mientras mi padre la ayudaba con su amorosa
tarea. Al día siguiente, nos confirmaron
tu nacimiento y fuimos llevados al campo para conocerte. Te llamamos Saurio porque mi hermano menor -que en
ese entonces contaba con tres años -,
dijo -Tengo un dinosaurio. Nos sentamos y a reir.
Desde entonces, te llamaste Saurio. Tu pelo crecía como una segunda luna nueva sobre tu lomo; compartíamos juegos y emociones.
Aún recuerdo sobre todo, cuando respondías al
llamado del amor, corrías hasta donde se encontraban las vacas, para
encontrarte con Blanca, la tímida
moza por quien cada año saltabas la alambrada mientras el eco repetía tus bramidos de toro en celo. Hoy,
horrorizada observo en ti, la oscuridad de los condenados. Vas desde el
callejón hacia la puerta de toriles y luego al ruedo, sin comprender la razón
de tanta algarabía. Té sientes entregado a la suerte de los otros. Escucho las
voces de tu alma deducir el final de otros que como tú, cada año fueron traídos
hasta allí: -ellos no regresaron.
Tus
ojos no expresan violencia sino una profunda angustia por Blanca. Los recuerdos del pasado vienen en tu mente junto a aquel
poema de amor que alguna vez le dedicaste: “Ayer
me llamaste espuma. Bañé tu rostro sediento, henchido de sol. Sobre tus muslos
serenos desperté remolinos de ensueños y en tu callada boca, los dulces gritos
a la tarde que apenas comenzaba. Me llamaste espuma y fui caracol.
Arrastré tus penas hacia la orilla, acumuladas en los avatares de la
vida”. Cada año, acudías a la cita pensando en ella.
Ahora,
sigues allí, con la
mirada vacía, perdida en el espectáculo, como queriendo justificar
un destino que no te pertenece y sobre el cual nadie planificó la
gloria. Continúan los dolores, cabalgando los espacios
que poblaron tu vida: “En cada uno de los
viajes me proponía tenerla. Penetrar sus oscuros laberintos y sufrir
los espantos del regreso. Conocerla significó romper la quietud de mis aguas dormidas.
La última vez, el último día, se hizo realidad la irracional promesa. No pude
hacer eterno aquel encuentro pero la retuve aprisionada a mi vida como si fuera
piel. No pude asirme al recuerdo entonces, la memoria se encarga de los ratos perdidos. En cada regreso propicié un
nuevo amanecer y el último, sólo se plegó a mi piel”. Como una sombra, atraviesas la estancia,
irrumpe el silencio.
Todo
fuera de ti parece un coliseo. Tu mirada se alejó del recuerdo y los dolores
para detenerse en el sol que te aguarda con sus fulgores de tarde,
sembrada de gualda, oro, rosa, blanco, negro y espada: “Todos están de fiesta y yo, despavorido
escucho los gritos ininterrumpidos de una multitud que desea mi condena.
Cristo debió tener este sentimiento mío, con la única diferencia
que su sacrificio lo llevó a la posteridad, lleno
de gloria mística. En este juego que no entiendo, presiento he de
morir. El artista pincha mi piel a
ratos y sangran las heridas. Mientras el orgullo de mi agresor lo
levanta, yo enervo mi rabia…
Entonces, el recuerdo aflora nuevamente en mi cerebro
y se aplacan las angustias”. Los gritos se consumen en la última cena de tu
inocente desespero. Si ganas o te rindes, te llevarán con perdones para
ofrecerte una muerte segura, pero otra muerte. Si mueres en la
tarde, te abrazarán mis luces y entonces, te ofreceré mis ilusiones.
Tu fiesta será mi luz. Tu Juez y verdugo se llenará de monedas y su nombre
desalojará los espacios para ahuyentar soledades. No hay salida:
debes morir en esta narración inconclusa. Alguien te condena al eterno
sacrificio de un Prometeo con cara de saurio porque Olimpo se quedó
sin fuego.
De
nuevo, la evocación mientras los hombres
te buscan. Parecen bestias irritadas. Ellos te asustan y su imagen
te abruma. Prosigue la trágica danza y
con ella, la seguridad de la muerte, pero una muerte digna. Frente a ti, la espada baila con la bailarina
mientras su manto púrpura te arrastra en arenas. Violento, te diriges hacia
ellos sin bajar la mirada. Intentas defender tu vida mientras sus hierros te
pinchan por última vez. Tu lomo, manantial que se confunde con el
ropaje de la bailarina. Todos piensan en las alegrías
recobradas y yo, que no sabes pienso en ti, he de soportar la ignorancia
de los otros sobre el pensamiento mío.
No
aprendieron a leer las reflexiones de Saurio porque se supone, los
toros no piensan. Les está vedado cavilar sobre la vida, su vida de toro
condenado a muerte. Tus ojos son ahora remolinos, mareas atardecidas de
espantos. Vas al frente y caminas con la negrura de tu piel bañada en granate y
luz encendida, hacia el ocaso; donde se ocultó la imagen de la amada. Todos
gritan albricias al torero mientras Saurio, herido de muerte, transita
lentamente hacia las soledades.
BetinaBetinae, 2005