“Todo ser viviente –sin importar el tiempo que viva—debe morir. No hay otro camino. Una vez está inmerso en la existencia cíclica, no puedes vivir fuera de su naturaleza. Por maravillosas que puedan ser las cosas, en su naturaleza está escrito que tanto ellas como tú, que te deleitas en ellas, debéis acabar decayendo”. Dalai Lama.
Llegó aquella mañana impulsado por la idea de
volver. Desde entonces, esperó
frente al altar de lamaraya donde debía someterse a interminables pruebas. Cada año presenciaba el mismo ritual, deseoso de involucrarse
en aquellas experiencias que facilitarían su salvación. El dios personificaba para él, la posibilidad de ser liberado de penas, una vía de escape necesaria no solo de sus
perseguidores sino también, de tantos años de horror. Ya iban 134
intentos sin resultado alguno porque ocultaba la deuda de un doloroso y remoto
pasado, una historia nefasta. Sabíe que debía expiar sus culpas. En sueños, siempre experimentó cómo
su alma se purificaba. Luego, su
delirio se manifestó en fuego y cenizas
sobre el río sagrado.
Huía
de sus miedos. Se sintió perdido entre aquella selva tan conocida. Anhelaba fervientemente, regresar a su hogar, aspirar el
aire de la callejuela que lo conduciría finalmente hasta el rancho, donde su
mujer lo estaría esperando. Después del crimen, Augusto Linares se sentía perseguido por un grupo de hombres
armados. Pasó el resto de su vida vagando por las montañas hasta que el frío y la
soledad lo atraparon como un animal.
Mientras esperaba, recordó la pesadilla que durante años
se le presentaba en sueños. Revivió la imagen del furioso alazán que levantaba sus patas
delanteras lo lanzaba hasta dejarlo maltrecho sobre la tierra húmeda. Cansado,
se recostó a la orilla del rio mientras esperaba su turno. Respiró profundo y comenzó
a relacionar la huida con el angustioso sueño.
—Es solo un sueño –se dijo a sí mismo, mientras escupía
chimó sobre las aguas, limpia la espesa y espumosa saliva atrapada entre las
comisuras de sus labios. Sonrió con sarcasmo después de mucho tiempo. Agotado,
quedó dormido con la cabeza sobre sus brazos cruzados. A ratos despertaba, y con
los ojos fijos en la oscuridad de la selva, reflexionaba sin arrepentimientos,
sobre su desgracia. Sabe que no puede pasar el resto de su vida huyendo. Pensaba
en su rancho, en la cara que pondría su mujer cuando lo viera llegar.
Aquella noche, vida y muerte unidas asistieron a la
cita con aquel olor a sándalo que suelen expeler sus blancos ropajes. Todos llegaron al lugar para celebrar el solemne
festín gnóstico donde un grupo de vírgenes aguardba el momento para dar inicio
a la ceremonia. A orillas del templo, observó durante un rato la pira que con
sus brazos extendidos, recorría las aguas hasta confundirse con la alucinada y
espesa niebla. Al
amanecer, con la llegada de la luz, intentó encontrar su rostro, abrió los ojos sin brillo y se descubrió de nuevo en aquel lugar
sombrío cargado de fantasmales sombras. El silencio, cansado de sentirse atrapado
entre los cuerpos inertes, se liberó e inundó el ambiente con el vaho
putrefacto que atrae las moscas. Nadie lloraba. Augusto logró escapar de lo que para
él, parecía un interminable ritual, y regresó al lugar donde la ceremonia
avanzaba. Durmió de nuevo.
Despierta cansado. Con
dificultad, extendió la mirada sobre una empinadura solitaria. El sol le niega su luz. No
percibía los impuros olores que lo acompañaban ni el séquito de moscas pegados
a su cuerpo. Se alimentan con su piel. En
su delirio, creyó haber llegado al rancho donde una sombra conocida atravesaba
el umbral y se detuvo a su lado. Mariana, la mujer de Pasto, su mujer, la misma
que lo acompañó durante tantos años. Ella, que jamás pudo explicar la huida de
su marido, sintió su presencia y sin
mirarlo, habló extrañada.
—Te hacía en
otro sitio, pudriéndote como un animal salvaje, entregado a los buitres del
desierto. Alguien dijo que recorrías Berruecos como un loco, con un ramillete
de culpas sobre tus hombros. Te vieron por última vez en aquella bodega donde
predicaste con orgullo tu crimen. ¡No cuentes conmigo!
Ella no pudo vivir en paz desde que lo supo
partícipe de aquella macabra conspiración. Mientras intentaba hacerse escuchar, el alma de
Augusto ya no se encontraba frente a ella. Ahora vagaba por los caminos de
Berruecos buscando donde enterrar con su pecado.
Más allá, la hamaca de un hombre que también esperaba
turno, con sus quejas, movió las cuerdas de su hamaca y lo despertó. Sin
levantarse, sacudió su cabeza para ver de dónde provenían aquellos terribles gemidos. Más allá, a escasos metros
del templo, divisó las almas en pena que se movían de un lugar a otro. Escuchó los
gritos de una mujer cuyo cuerpo sería lanzado a las aguas, junto a su difunto marido.
A unos pasos de ella, el asesino. —Debe ser él, -pensó el hombre-, cuando divisó a Augusto, quien al percatarse
de su presencia, corrió horrorizado. Al
sentirse amenazado, trató de esconder su rostro en las espaldas de los otros.
El hombre lo siguió con la mirada, —¡pobre
hombre! –dijo en voz baja, y agregó: —No ha entendido que ya no forma parte de la
realidad.
Pero Augusto vagaba entre las sombras de su memoria,
aún conservaba aquel remolino de angustias que luchaba por salir de
su cuerpo para tomar un poco de aire. Se
detuvo y asustado, corrió hasta el altar. Se arrodilló. Asumió sus culpas e
imploró perdón mientras los familiares del difunto que en ese momento era
atendido, permanecían de pie, y que sin mirarlo, le hicieron señas para que saliera
del lugar. Al caer la tarde, la
oscuridad se adueñó del lugar. Cada grito resonaba en la mente de Augusto como
un latigazo, un vía crucis que traspasaba sus entrañas hasta estremecerlo de
pánico. Se sentó sobre un tronco y agudizó sus oídos para escuchar. Todos, han callado los sonidos.
Al otro día. Augusto despertó con sed, acompañado de
un fuerte dolor en sus caderas que le impedía dirigirse al altar. Bajó la mirada
y observó con asco las purulentas llagas que latían desde sus pies hasta la
cintura.
—¡Coño, hasta después de muerto me persiguen –pensó.
Presa de un horror indescriptible, logró
levantarse, miró con horror su cuerpo y huyó despavorido del lugar para internarse en la selva, donde
permaneció oculto durante años. Aturdido, caminaba de un lado a otro. Recodó
entonces, los sucesos de Berruecos.
A lo lejos le pareció escuchar voces. Era el rumor del aire húmedo y confuso
que exhalaba cada una de sus heridas. Detuvo el paso. Reclinó la cabeza para descansar,
intentó dormir en vano. Los recuerdos se deslizaron por su memoria de muerte como
quien arrastra a su paso los desperdicios de algún viejo barco sumergido en
alta mar. Estos pensamientos y el cansancio, lo hicieron dormir. Esa madrugada,
Augusto abrió los ojos y pensó que todo fuera de él parecía un espejismo.
Siempre creyó que la mente lo engañaba.
En la orilla, en el mismo lugar donde la noche
anterior había quedado dormido mientras huía, un rayo de claridad le dejó ver
la herida. Supo que estaba rodeado de vahos y orinaderas, las mismas que desandan
el silencio cada noche para dar vida a las noctámbulas aves y osamentas que flotan
sobre el antiguo rio, ahora convertido en infierno. El mismo infierno donde
siglos antes, se levantó desde las sombras para cabalgar las repetidas visiones
que ahora lo acosaban.
Recordó con nostalgia aquella imagen del lugar donde
yacía el soldado muerto en medio de una
espantosa penumbra por donde después del crimen, alguien jamás pasó. Al otro
lado de su hamaca, un hombre contaba su encuentro en aquella bodega donde todos
hablaban del soldado muerto y la huida del asesino para evitar que lo acusaran
de aquel crimen. Augusto presintió que éste era el mismo hombre que lo había
perseguido siempre y sintió pena por él. Pronto sería cremado.
Como pudo, Augusto se levantó y regresó al lugar de
la ceremonia. No podía huir de la muerte. En un intento por acercarse al altar,
cayó tendido a la orilla del río. El pánico lo doblegó, le arrebató la valentía
de otros tiempos y le restó fuerzas a
sus piernas. Fue en ese momento cuando se encontró de frente por tercera vez con
la mirada del hombre que lo perseguía y que ahora le solicitaba suplicante, que
se levantara y alejara del altar.
Continuaba el
ritual ceremonioso donde las almas enterrarían sus vidas pasadas en los olvidos
para renacer desde las tinieblas. Comenzaron los lavatorios. Tendrían que
recorrer los caminos de su anterior existencia,
sumergirse en el río sagrado que posiblemente, los traería a una vida
nueva. Otros, debían someterse al juicio final y al castigo merecido. No
platicarían con alguien porque su palabra estaría ausente. Sus ojos mirarían
solo al vacío. El arrepentimiento los
acercaría de nuevo hasta el altar del dios. Aquellos que se habían salvado, colocaban
sus tributos a los pies de la esfinge, rogando olvido y redención.
Frente a aquel ritual, Augusto se sintió incómodo. No
se encontraba arrepentido de nada. No fue llamado. Miró a su alrededor. Todos dormían
de nuevo. Desde su hamaca, miró al hombre muerto, había sido salvado. Indiferente,
intentó voltearse de espaldas para evadir su mirada. Pero no pudo. El sueño se
había ido con el estremecimiento de cada
una de las cuerdas de su hamaca. Lamentó su vana existencia. Como pudo, se
levantó y caminó de nuevo hasta el altar. Extendió los brazos hacia el dios y se
arrodilló como si sintiera paz al mirarlo. Se sintió miserable y despreciado. Regresaron
los espectros del alma a galopar sobre sus heridas y una sed infinita resecó su
boca.
La noche avanzó lentamente. La luna recogió su sábana
de estrellas mientras se deslíe en un juego interminable de luces y sombras. Por primera vez, Augusto Sintió frío. Solo una
luz y el gorjeo de un pájaro lo obligaron a salir de su hamaca. Tomó agua y
volvió a dormir hasta que escuchó a la voz de su mujer:
—¡Llegaste tarde!
No te esperaba, —le dijo. Augusto,
extrañado de encontrarse en casa, se
dirigió al corredor de su casa. Debe asegurarse que su alegría no sea producto
de un terrible sueño, una pesadilla. Se miró en el viejo espejo, colgado de un tronco.
Se observó detenidamente el cuerpo, el rostro perdido en otros tiempos,
desandando historias. Habló a su imagen:
—No has
cambiado con los años. Tus ojos siguen tan grandes allí, donde siempre.
Miró a través del espejo. A sus espaldas, cerca del
tinajero, su mujer lo miraba sorprendida. Parecía asustada. Augusto tomó un
perol para beber agua pero al introducirlo en el contenedor, detectó que allí
solo hay arena. Disgustado, se volvió
hacia ella para castigarla pero recordó que ella no sentiría los golpes de un
muerto, así que decidió bajar la guardia y le susurró al oído: —muero de sed. Trató
de tocarla, rodearla por la cintura con sus brazos de acero y entonces, comenzó
a preguntarse por sus manos.
El hombre caminó hasta la hamaca donde Augusto dormía.
Con curiosidad, acercó el oído hasta su cara para escuchar sus palabras mientras
Augusto balbuceba, desesperado:
— ¡Agua! ¡Agua!
—Muere de sed.
–gritó el hombre a los otros, mientras apartaba su cara con asco.
— Quizás, otra ilusión de su mente, parece tener
pesadillas, -dijo otro-, habrá olvidado que alguna vez estuvo aquí.
Augusto continuó
con su pesadilla: “Si ella pregunta le diré que estoy ciego de vejez y que mis
ojos continúan en su lugar, ofreciendo
tributos a Dios. En sus pesadillas no sentía
sus manos. Su cuerpo, un monstruo insensible, frío se encontraba ahora,
atascado en el viejo espejo, desde donde solo miraba a su mujer, quien no lo mira.
Augusto escudriñó los rincones del rancho. Recordó el
día de su entierro. Ella lo vio acercarse al ataúd como si temiera que alguien
lo reconozca pero permaneció callada.
—Vivo después
de todo, —pensó Augusto—. Luego agregó —Pero nadie me mira. Nadie sabe de aquel
crimen. Todos oraban, se disculpaban por
su tardanza y miraban al difunto. Desde el aire, Augusto se observó
caminando detrás de su ataúd, - mientras se sumergía en otro sueño.
Cuando despertó, su cuerpo fue conducido hasta el
río para ser sumergido en sus aguas. Todos
celebraban su muerte. No sería cremado. Lo colocarían sobre las aguas, donde le
esperaron diminutos enemigos para disfrutar cada estallido de su cuerpo inerte
y con ellos, las almas de aquellos inocentes que fueron perseguidos, maltratados,
hacinados, acusados y serenados por él. “Ellos si regresarán para iniciar una
nueva vida” –escuchó Augusto. Desesperado por no saberse vivo, saltó de la
hamanaca y corrió, corrió sin lugar fijo, solo deseaba escapar de allí para encontrar de nuevo su imagen frente al
espejo. Mientras huía del lugar, gritaba:
—Jamás apareció mi nombre porque nadie me vio. No me
lloran como a los otros, ni me entierran como debe ser.
Regresan los oscuros labetintos al alma de Augusto,
quien ahora se mira entre las aguas, desde donde escapa cargado de podredumbre
para incorporarse a la fila donde los otros esperan. Fue interrogado sobre su
vida. Con una actitud de indiferencia total mintió al afirmar que no recordaba
su vida anterior porque había tomado de las aguas del olvido. Trató en vano de
evadir la justicia del dios como si
jamás lo hubieran conocido. Fue condenado y tuvo que marchar con sus sueños y
otras sombras, huyó de la mirada del hombre, el soldado asesinado, el mismo que
lo observó durante el ritual, el mismo que lo perseguiría desde los espantos.
Augusto, se internó en las profundidades de la
muerte. Para él, ya no lastimaban las purulentas heridas rodeadas de moscas.
Despierta cada año solo para descubrir su realidad. Antes se sumergirse en el
sueño profundo desde donde no podrá despertar, visita los lugares por
donde se desarrolló su vida. Su alma
insiste en aparecer en su rancho, donde entra sigilosamente y se mete en su
hamaca, de donde no debió jamás salir. Con su alma, regresan las torturas con
sus alfileres de hastío al pueblo, mientras se regocijan de la falsa valentía
de los traidores. La muerte la muerte tampoco ha podido evitar que su alma se sienta invadida
de nostalgias por la vida; de allí, su insistencia, su deseo de purificarse y comenzar
de nuevo. Solo sueña con volver junto a Pasto, junto a su mujer. Aun después de
muerto, la mirada del héroe asesinado lo
acosa con su olor a pólvora y sangre. —Estoy perdido. Las horas se esfuman con la brisa y no detienen la memoria en el camino. Esta
maldición me persigue, -se dice a sí mismo cada vez que se levanta para
encontrarse de nuevo con el dedo inquisidor que le reclama por el crimen. Pero Niega
los hechos. Se sobresalta y finalmente, logra escuchar la voz del Dios:
—Terminó tu ciclo. No regresarás. Estás destinado a
ser un alma errante y oscura como si jamás hubieses existido. Quedarás atrapado
en un viaje sin retorno. Deambularás por las aguas sucias con la herida callada
mientras las moscas se alimentan de ti. Dormirás entre la podredumbre hasta que
te vuelvas nada. Ya no importarán las balas ni promesas escritas porque el
hielo detendrá tu palabra. No podrán ya acariciar tus dedos los lechos de arena,
los riscos, los peces, y tus ojos extraviados, se vaciarán con los años. Luego, escuchó la voz del Soldado:
— Y de otros tiempos, sin presente ni pasado y
olvidos, regresaré como el soldado
heroico a quien cegaste su vida mientras tú jamás volverá a ocupar otro cuerpo.
¡Como si jamás, hubieras existido!
Todos lanzan sus guirnaldas al río mientras el agua
traga el cuerpo de Augusto. Nadie lo despide. Sus restos fueron lanzados al rio
sin recibir los beneficios de la pira con sus olores a sándalo, las oraciones
milenarias, mantras, sacerdotes ni viejos recuerdos. Solo aquellas palabras que
lo condenaron por siglos de los siglos:
— Que
el castigo de los dioses se cumpla en ti para que no se te permita ir al sol, ni
puedas aspirar el aliento del viento suave que vive en las verdes montañas, que
mueras de sed sin ver las aguas porque ese será tu destino. La angustia entreteje sus heridas y le recuerda que
a lo lejos, un jinete cabalga sobre sus infortunios mientras la muerte lo
persigue por Berruecos.
Cumaná, 1994
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